En el salmo 139, al contrario de lo que sucede en los salmos de la creación, el salmista se sumerge en el mar del misterio interior, y, en ningún momento, emerge de allí, hasta el final; y, entonces, para disparar dardos envenenados contra los enemigos, no suyos, sino los de Dios.
En cuanto a belleza, este salmo es una obra de arte: por un lado, llama la atención su carga de introspección que llega a honduras definitivas; y, por otro, la altísima inspiración poética que recorre toda su estructura, del primero al último versículo, con metáforas brillantes, y con audacias que nos dejan admirados.
Perdido ya el salmista en sus aguas profundas, el centro de atención, paradójicamente, no es él mismo, sino Dios.
A pesar de que el salmista hace, imaginariamente, un recorrido espectacular, desde el abismo hasta el firmamento (v. 8), y hasta el «margen de la aurora», hasta el «confín del mar» (v. 9); a pesar de que, sin detenerse nunca, se mueven en el escenario las dos personas, jamás el salmista centra la atención en sí mismo. El punto focal es siempre el Tú. Es algo sorprendente. El salmista, diríamos, coloca su observatorio, no en la cumbre de un cerro, sino en su interioridad más remota; focaliza en Dios su telescopio contemplativo, y obtiene una visión, la más profunda y original que se pueda imaginar, sobre el misterio esencial de Dios y del hombre.
Salmo de contemplación
Específicamente hablando, es un salmo contemplativo; es decir, es tal su naturaleza que encaja perfectamente en la oración de contemplación propiamente dicha.
La observación de la vida me ha enseñado lo siguiente: hay personas que cuando oran tienen como interlocutores (no necesariamente a través de un diálogo de palabras, sino de interioridades), a Jesucristo; con otras palabras, cuando oran, hablan con el Señor Jesús. Otras personas, cuando oran, se «sienten bien» tratando con el Padre, experimentando su amor.
Pero hay otras personas para quienes el interlocutor, en su oración, no es Jesucristo, ni el Padre, sino El, simplemente Él, precisamente El, sin denominación, sin concreción, sin figura; es la totalidad, la inmensidad, la eternidad; pero no una realidad vaga o inconcreta, sino Alguien concretísimo, personalísimo, cariñoso, que no está —y está— cerca, lejos, adentro, afuera, mejor dicho no está en ninguna parte; es: abarca, comprende y desborda todo espacio, todo tiempo, más allá y más acá de todo.
Toda forma o figura desaparece. Dios es despojado, mejor dicho, silenciado, de cuanto indique localidad. Y no queda más que la presencia (para usar el término más aproximativo; lo que la Biblia llama «rostro»), la presencia pura y esencial, que me envuelve, me compenetra, me sostiene, me ama, me recrea, me libera; simplemente, Él es. Por hablar de alguna manera, diríamos que se podrían incinerar todos los libros escritos sobre Dios, ya que todas las palabras referentes a Dios son ambiguas, inexactas, analógicas, equívocas. Lo único exacto, seguro, lo único que queda es esto. El es. No hay nombre, sino pronombre; y el único verbo adecuado es el verbo ser. Todo lo demás no son sino aproximaciones deslavadas.
Pues bien, podríamos decir, siempre hablando imperfectamente, que éste es el Dios del salmo 139, y que aquellas personas que se relacionan simplemente con El tienen tendencia, al menos tendencia, a la oración de contemplación propiamente dicha; y que, para estas personas —pero no sólo para ellas—, el salmo 139 es un manjar apropiado.
— Por todo lo dicho, el lugar ideal para rezar este salmo, en cierto sentido, no sería la capilla, porque allí la presencia divina es sacramental, está localizada; ni tampoco, exactamente, un entorno natural, deslumbrante de hermosura, porque las criaturas podrían desviar la atención, sino una habitación donde nada nos pueda distraer.
Para penetrar en el núcleo del salmo y rezarlo con fruto es conveniente empezar por tranquilizarse, sosegar los nervios, descargar las tensiones, abstraerse de clamores exteriores e interiores, soltar recuerdos y preocupaciones; y así, ir alcanzando un silencio interior, de tal manera que el contemplador perciba que no hay nada fuera de sí, y no hay nada dentro de sí. Y que lo único que queda es una presencia de sí mismo a sí mismo, esto es, una atención purificada por el silencio.
Este es el momento de abrirse al mundo de la fe, a la presencia viva y concreta del Señor, y es en este momento cuando el texto del salmo 139 puede ser un apoyo precioso para entrar en una oración de contemplación.
Nuestras fuentes están en ti
Los vestigios de la creación, las reflexiones comunitarias, las oraciones vocales pueden hacemos presente al Señor; pero son, si se me permite la expresión, «partículas» de Dios. Las criaturas pueden evocarnos al Señor: una noche estrellada, una montaña cubierta de nieve, un amanecer ardiente, el horizonte recortado sobre un fondo azul nos pueden «dar» a Dios, pueden despertárnoslo, pero no son Dios mismo, sino evocadores, despertadores de Dios.
Y el alma verdaderamente sedienta no se conforma con los «mensajeros», como dice San Juan de la Cruz: «No quieras enviarme —de hoy ya más mensajero— que no saben decirme lo que quiero». Y comenta el místico castellano: «Como se ve que no hay cosa que pueda curar su dolencia, sino la presencia…, pídele le entregue la posesión de su presencia». Más allá de los vestigios de la creación, y de las aguas que bajan cantando, el alma busca el manantial mismo, Dios mismo, que está siempre más allá de las evocaciones, de los conceptos y las palabras.
Para penetrar en el santuario del salmo 139, el hombre debe tener presente que Dios no sólo es su creador, no sólo está objetivamente presente en su ser entero, al que comunica la existencia y la consistencia; es preciso también tener presente que El lo sostiene, pero no a la manera de la madre que lleva a su criatura en sus entrañas, sino que, en una dimensión mucho más profunda, y distinta, verdaderamente Dios lo penetra y lo mantiene en su ser.
A pesar de esta estrecha vinculación entre Dios y el hombre, no hay, sin embargo, simbiosis ni identidad alguna, sino que, más bien, la presencia divina es una realidad creante y vivificante, realidad que el salmista verbaliza con una expresión de alto vuelo poético: «Todas mis fuentes están en ti» (salmo 87).
A solas
Podríamos afirmar que, en la estructura del salmo 139, el encuentro con Dios se consuma a solas. En el fondo, cualquier encuentro, tanto a nivel divino como humano, se realiza a solas, en su sentido original y profundo. En realidad, la expresión castellana a solas significa una convergencia de dos soledades, ya que la esencia radical de la persona, sea divina o humana, es ser soledad o mismidad.
Y estas dos soledades, en nuestro caso, son las siguientes: por un lado, es necesario acallar todo nerviosismo y toda la turbulencia interior, hasta percibir, en silencio pleno, mi identidad personal, mi soledad. Y, por parte de Dios, es necesario sobrepasar el bosque de imágenes y conceptos, con que revestimos a Dios, y quedarnos, en la pureza total de la fe, con el mismísimo Dios, El Mismo, su «soledad». Y, para este proceso de purificación, el salmo 139 es un instrumento inapreciable.
El ser humano, entre sus diferentes niveles de interioridad, percibe, en sí mismo algo así como una última morada donde, según el Concilio, nadie puede hacerse presente, salvo Aquel que no «ocupa» espacio, justamente porque esa última morada no es, exactamente, un lugar. Dice el Concilio: «A estas profundidades de sí mismo retorna (el hombre) cuando entra dentro de su corazón, donde Dios lo espera» (GS 14).
Se trata, pues, del «núcleo más secreto, sagrario del hombre, donde éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de él» (GS 14). Es a esta zona interior a donde deberá «bajar» el hombre para una vivencia auténtica y fuerte del salmo 139.
Paso a paso
En los primeros seis versículos, en un despliegue de luz y fantasía, y mediante un racimo de metáforas, el salmista percibe la omnipotencia y omnisciencia divinas, que envuelven y abrigan al hombre, como una luz, por dentro y por fuera, desde lejos y desde cerca, en el movimiento y en la quietud, en el silencio y en la oscuridad. En el versículo 6, el salmista queda pasmado, casi abrumado, por tanta ciencia y presencia, que lo desbordan y trascienden definitivamente.
En los versículos 7-12, la inspiración alcanza cumbres mucho más altas: el salmista acopla alas a su fantasía, e imagina situaciones inverosímiles, de lejanía y fuga, volando, inclusive, en alas de la luz, o cubriéndose con un manto negro, pedido a la noche en préstamo, para ocultarse de este porfiado perseguidor, y rehuir su aliento, pero… ¡todo es inútil! ¡Es imposible!
Vencido ante tan tenaz asedio, y convencido de la inutilidad de todo intento de fuga, el salmista desciende hasta el abismo final de su misterio (vv. 13-16), y allí descubre que Dios está presente con su acción hasta el misterio del mismo óvulo materno, y que, Él mismo, con manos delicadas, fue tejiéndolo, desde las células más primitivas hasta la complejidad de su cerebro. No sólo es su creador, es su padre, y, mucho más, es su madre. ¡Cómo no va a conocer sus pasos y sus días si lo acompaña desde el seno materno!
En el versículo 17, no pudiendo ya contenerse, conmovido por tanto prodigio, el salmista prorrumpe, extasiado, en una serie de exclamaciones: «¡Qué incomparables me parecen tus designios, Dios mío, qué inmenso su conjunto!». Si, arrastrado por la admiración o la curiosidad, se pusiera el hombre a enumerar, una por una, las maravillas de sus dedos, vana ilusión!, no es posible: son más que las arenas de las playas. Pero, si en una hipótesis imposible, llegara el hombre a transformar un imposible en posible, y acabara por enumerar los prodigios de la creación, entonces, precisamente entonces, se encontraría con el misterio supremo de Dios, inabarcable, inconmensurable, infinito.