La pedagogía divina (II)

 
 
 
 
 La pedagogía divina  (II)
 
 
 
 
— Quizás, el caso más espectacular, en el sentido en que estamos diciendo, es el del propio pueblo de Israel. En los cuatro siglos que siguieron al pequeño imperio David-Salomón, Israel vegetó en la mesa de la mediocridad, y aun en el altar de la infidelidad. Y esta situación no presentaría vislumbres de solución mientras Israel no experimentara un colapso nacional.
En el año 587 los sitiadores de Nabucodonosor lograron quebrar la resistencia de Jerusalén, sólidamente fortificada, después de haber resistido durante dieciocho meses el asedio de los invasores. Por fin, la ciudad cayó, Jerusalén fue saqueada y arrasada, ardió el templo, desapareció el arca de la alianza. Los conquistadores apresaron a todos los habitantes de la ciudad y de gran parte de Judá, y los condujeron, como un enorme rebaño, bajo la vigilancia de los vencedores en una caminata de mil kilómetros, al sol, envueltos en polvo, humillación y desastre, hasta Babilonia.
Aturdidos y confusos en un principio, a la vuelta de algunos años, los deportados comenzaron a abrir los ojos y tomar conciencia de que nada tenían en este mundo, y ni siquiera esperanzas de tenerlo; que sólo, eran un puñado de derrotados.
Y, desde el polvo del abismo, comenzó a surgir y levantar cabeza un pueblo transformado. Conmueven, por su unción y compunción, esos tres primeros capítulos del escriba Baruc. Allá, al borde de los canales de Babilonia, se escribieron muchos salmos, e Isaías Segundo nos regaló esos quince capítulos (Is 40-55) que son, probablemente, los fragmentos más sublimes e inspirados de la Biblia. Allí la religión dejó de ser rito, y se instaló definitivamente en el corazón del hombre; y, rompiendo el marco nacional, se abrió a la universalidad.
Algunas, por no decir gran parte de las transformaciones que uno ha podido conocer en la vida, se han operado a través de un desastre personal.
Cuando el hombre avanza precedido por el prestigio, y seguido, como sombra, por el renombre, y por añadidura, va pisando sus propios territorios, es difícil evitar que no acabe sintiéndose un pequeño dios. Es lo que decía Jesús: «un gran propietario podría entrar en el Reino, pero ¡qué difícil es!» (Mt 19,24).
Para entrar en el Reino el hombre tiene que comenzar por derribar golpe a golpe la estatua de sí mismo, renunciar a los propios delirios y fantasías, desnudarse de vestiduras artificiales y arrancarse las máscaras postizas, aceptar con naturalidad la propia contingencia y precariedad, y presentarse ante Dios como un niño, como un pobre y un indigente.
El hijo menor de la casa señorial, ávido de aventuras, se fue a tierras lejanas, dejando una herida incurable en el corazón de su padre. Se enfrascó en el torbellino loco de una vida libertina, y se fueron esfumando, uno a uno, los denarios, hasta que se encontró con los bolsillos vacíos. Por coincidencia, una epidemia asoló los campos de la región y el hambre visitó a sus habitantes.
La situación del muchacho llegó a ser tan extrema que hasta le vedaron llevarse a la boca las algarrobas con que se alimentaban los cerdos (Lc 15,16).
Y, en este momento, cuando se abatieron sobre él como fieras el hambre, la pobreza, la culpa y la nostalgia, desde ahí, desde ese negro pozo, se levantó el joven para regresar a los brazos de su padre. Para que pudiera decidirse a retomar a su hogar, necesitó encontrarse en el fondo mismo de la quebrada. Así es la pedagogía divina.
A algunos que se las daban de justos, Jesús les contó que el publicano, allá, en el rincón más oscuro del templo, ni siquiera se atrevía a levantar los ojos, y, simplemente, se golpeaba el pecho ruda y monótonamente, diciendo: « Dios! Ten compasión de mí, que soy pecador» (Lc 18,13). Con una satisfacción que parecía no poder disimular, Jesús acotó: «Os aseguro que éste contó con las simpatías de Dios».
Los desvalidos, los que nada son y nada esperan de sí mismos, los que no se las dan de entendidos, los excluidos de la sinagoga…, éstos son los que tienen acceso al Padre de las misericordias, y se sientan a su mesa. Efectivamente, de los pobres es el Reino y la fiesta. Ellos experimentan, con toda naturalidad, la gratuidad del amor: ya que nada tienen y de nada se sienten merecedores, todo lo que reciben tiene color y sabor de gratuidad.
Al experimentar el contraste entre la indigencia humana, por un lado, y el amor gratuito y las riquezas del Padre, por el otro, brota, impetuoso y festivo, desde el corazón del pobre, ese sentimiento, mezcla de fe y seguridad, que llamamos confianza. El pobre, en lugar de dejarse deprimir por su propia nada, con su secuela de complejos y amarguras, siente por ella una secreta alegría, porque comprende que esa su nada invoca, convoca y reclama, y aun de alguna manera «merece» las riquezas de la misericordia del Padre.
De ahí ese grito de confianza que, más bien, parece un grito de omnipotencia: «El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?» (Sal 27). Percibimos ahí un salto acrobático desde la nada al todo, a impulsos de un corazón poblado de exultación y desafío. Parece un preludio de las bienaventuranzas: los últimos y los carentes de todo, y precisamente en virtud de esa carencia, recibirán, por ley de compensación, y gratuitamente, la plenitud de la dicha.
 
 
 

Del libro "Salmos para la vida"

P. Ignacio Larrañaga

 
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